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Un blog de relatos eróticos y cocina con solera. Los relatos narran las aventuras de cuatro mujeres divorciadas y sus conversaciones sobre sexo y hombres. Las recetas se elaboran siguiendo viejos cuadernos de cocina, escritos a principios del siglo XX


domingo, 30 de diciembre de 2012

EL CABALLERO MISTERIOSO

   "...Mi vida tambièn es un secreto de Estado. Como la tuya..."
   Esa noche, Katty Lloyd caminaba a paso lento, en dirección a su casa y ensimismada en sus pensamientos, cuando una voz masculina, con acento extranjero, le preguntó por una dirección. Alzó su vista y se topó con un rostro de piel oscura, ojos negros y profundos, nariz prominente y labios sensuales, rojos y carnosos. Mientras le daba las indicaciones pertinentes, dirigió a aquel desconocido su encantadora sonrisa ancha.
   -No conozco la ciudad y me gustaría pedirte que me acompañaras. ¿Qué te parece?, le preguntó el hombre.
    -Acepto, contestó ella sin vacilar y sin pensárselo dos veces. No tenía nada mejor que hacer
    -Soy un hombre afortunado, entonces. Me llamo Paulo, se presentó él. ¿Y tú?
    -Katty, le contestó mirándolo fijamente a los ojos.
  -Eres preciosa, Katty. Y me has dejado hipnotizado con esa mirada azul. Desde este instante me tienes a tu disposición. Pídeme lo que quieras.
                           
     -No quiero nada, gracias. Solo pasear y charlar. ¿De dónde eres?
     -De Brasil. La casa donde vamos ahora es el Consulado de mi país.
     -Yo no, vas tú. Me limitaré a acompañarte hasta la puerta.
     -¿Por qué no subes? Hay una piscina fantástica arriba, y todo tipo de bebidas.
     -Gracias. No subo a casas de desconocidos.
     -No voy a hacerte daño, mi princesa. ¿Acaso me ves cara de malo?
     -No, y no vuelvas a dirigirte a mí de esa forma. Ni soy princesa, ni tampoco tuya, le contestó volviéndole a regalar la mirada de sus ojos azules.
     -Tienes los ojos más bonitos del mundo. Quédate un rato a mi lado, por favor.
    -Ya no es posible. Hemos llegado. Me preguntaste por una dirección y te he traído hasta ella. Ahora tengo que marcharme.
    -No te vayas, te lo suplico. Si no quieres subir, me quedo contigo. Podemos dar un paseo en coche. En el garaje tengo un Porsche biplaza a mi disposición. ¿Te gusta conducir?
    -Prefiero seguir paseando, de verdad. ¿Quién eres tú? Me has hablado del Consulado de Brasil, de una piscina, de bebidas y, por último, del Porsche. ¿Puedo saber a qué te dedicas?
    -No, lo siento. Ni siquiera mis padres lo saben. Si te lo dijera te metería en un buen lío, de verdad. No puedo hacerlo.
     -Me dejas patidifusa. ¿Qué ocultas? ¿Altos secretos de Estado, quizás?
    -No insistas, por favor. Además, ahora es mi turno. Me gustaría preguntarte por qué estás triste. Aunque sonrías, he visto la amargura en el fondo de tu mirada azul. Cuéntame lo que te ocurre. A lo mejor puedo ayudarte.
     -No puedes. Y mi vida también es un secreto de Estado. Como la tuya.
     Él le sonrió y le pellizcó la mejilla con ternura. Permanecían de pie, uno frente al otro, junto al gran portalón de madera que, según Paulo, correspondía al edificio del Consulado de Brasil, aunque Katty no vio ninguna señal ni bandera que así lo indicara. Su flamante galán le insistía en que subiera, y ella persistía en su negativa. Volvió a pedirle que, al menos, aceptara el paseo en coche, y Katty volvió a negarse. Pensó en despedirse pero no lo hizo. Algo tenía ese hombre que la atraía poderosamente, y no era su físico. No lo veía especialmente guapo. Tampoco era muy alto ni tenía un cuerpo diez. Delgado, fibroso y de piel oscura, su aspecto se asemejaba más al de un árabe que al de un brasileño. Le sugirió que siguieran paseando y él aceptó. Caminaron durante un buen rato por calles estrechas y rebosantes de ruido y de gente. Apenas hablaron. Intentaban abrirse paso entre la multitud que inundaba el centro de la ciudad, a la vez que se miraban con intensidad y se escudriñaban mutuamente. En ese tiempo, Katty calculó que su acompañante recibió seis o siete llamadas a su teléfono móvil. En la última de ellas escuchó cómo le explicaba a su interlocutor que sí, que había visto el dinero, y que lo dejó de contar al llegar a los cuatro mil, pero que había mucho más. Y que solo había cogido cincuenta. No pudo evitar un gesto de extrañeza y el extranjero lo percibió. En esos momentos la cogió de la mano y se encaminó, casi tirando de ella, hacia un banco libre que había en la esquina de la calle.
     -Vamos a sentarnos un rato. Quédate tranquila, princesa. No voy a hacerte daño.
    -No vuelvas a llamarme princesa. Y no me siento muy tranquila a tu lado. Que lo sepas. Es más: creo que es hora de marcharme, le anunció haciendo ademán de levantarse del banco...

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